A principios del sexenio, el PRI gobernaba en la mitad de las entidades federativas del país, hoy sólo en cuatro, muy probablemente no gobierne en ninguna al fin de la administración de López Obrador. Como antaño ocurriera con el ya extinto PARM, el PRI enfrenta hoy el riesgo de terminar convertido en un mero membrete formado de cuadros políticos profesionales sin la más mínima representación social.
Para nadie es ningún secreto que la base social original del PRI, se encuentra desde hace unos años en manos del obradorismo; ¿pero hasta cuándo será de ese modo? Un decaimiento que huelga decir, cuyas razones le vienen de larga data desde inicios de los años 90’s, cuando la apuesta del salinismo por una modernización económica acelerada que diera estabilidad al país, pronto terminó derivando en un cambio político profundo, a raíz del cual el otrora partido hegemónico se fue desligando, lenta pero paulatinamente de los sectores populares que hasta ese momento habían sido sus referentes históricos, al punto de terminar sustituyéndoles por una base tecnocrática compacta y pragmática, a la que poco o nada le importaba el sostenimiento del partido al que en teoría representaban, porque la base de sus intereses siempre fue económica.
Lo que trajo como resultado una seguidilla de triunfos electorales de la oposición, primero a nivel de los ayuntamientos y los estados, luego a nivel del congreso federal, y ya por último, en la medianía del año 2000, derivaría tras setenta años de dominio ininterrumpido del propio PRI, en la primera presidencia de alternancia; cambios que sin duda transformaron severamente la lógica tradicional del sistema político, que paso de la hegemonía de un solo partido, a un pluripartidismo de al menos una decena de partidos, en el que –para decirlo claramente–, y según fueran los intereses territoriales del momento, sólo tres partidos –PRI, PAN y PRD– ostentaban posibilidades reales de triunfo, siendo el resto negocios familiares o meros partidos bisagras al servicio del mejor postor.
Por lo que toca a la presidencia, tendrían que pasar 12 años para volver a ver al PRI como primera fuerza política del país. Sin embargo tras dos periodos de gobierno alejados del poder, el regreso del otrora partido hegemónico probó no ser lo que parecía. Y es que si bien en 2012 un nuevo PRI, se llevó más de la mitad de las gubernaturas en disputa y una amplia presencia legislativa, no menos cierto es que el alto costo social de las políticas económicas emprendidas en los noventa ha sido un lastre del que no se ha podido recuperar, y cuyo precio sigue pagando cada que hay elecciones, porque cada vez le cuesta más trabajo mantenerse con una opción políticamente rentable, lo que ha terminado derivando en que cada vez con mayor frecuencia distintos perfiles terminen migrando a otras fuerzas políticas.
Pero si el PRI tradicional tras treinta años de cambios profundos, luce hoy irreconocible, no menos cierto es que la totalidad de los partidos se han tenido que transfigurar o recomponer de forma radical para permanecer electoralmente vigentes, al punto de no ser ni la sombra de lo que alguna vez fueron. Al propio PAN pese al haber iniciado el siglo XXI convertido en el titular del Ejecutivo, como el primer partido de oposición que ganó la Presidencia, –después de ser también el partido que más creció con la de debacle tricolor–, tras 70 años ininterrumpidos de dominio priista, le ha resultado en extremo complicado cumplir con sus bases electorales tradicionales; que ahí donde el PRI de los 90’s apostó por reducir su base tradicional en aras de posicionar a una élite tecnocrática con claros propósitos de apertura económica, el PAN viviría un intensivo proceso de masificación de sus bases, que lenta pero paulatinamente se fueron ensanchando, desde los pequeños grupos civilistas de sus orígenes, hasta incorporar primero a los empresarios del norte del país y luego a amplios sectores sociales desencantados con los resultados de las políticas económicas emprendidas por el PRI tecnocrático.
Detrás de estos quería el PRD, la mayoría de las veces relegado a ser la tercera fuerza política en cuanta localidad hubo comicios, lo que no impidió sin embargo, que se mantuviera en no pocas ocasiones como primera posición en algunas localidades, mayormente ubicadas en el sur del país, además de llevarse desde 1997 –siendo su fundador Cuauhtémoc Cárdenas el primer regente de oposición–, la capital del país; todo ello envuelto en una singularidad difícil de ignorar: El PRD terminaría tomando forma y fuerza a base de amalgamar un amplio espectro de posiciones predominantemente de izquierda, acompañadas a su vez de lo que fuera el viejo PRI de base nacionalista y populista que el pragmatismo salinista fue desactivando del partido en el gobierno.
En su conjunto, la política mexicana del inicio del siglo XXI daba la impresión de ser una lo bastante estable, donde fenómenos tan perniciosos y arraigados como el caudillismo o el populismo no tenían la más mínima oportunidad. Tanto la apuesta económica inicial del salinismo, como su subsecuente derivación política, parecían haber surtido el “milagro” de transformar de forma pacífica por la vía del binómio democracia–mercado, una política que siempre estuvo signada por la continua volatilidad de los acuerdos entre las cúpulas de poder y el grave peso que nuestra endeble economía siempre tuvo el propio desarrollo nacional.
Se decía entonces que el país se hallaba en pos de consolidar su democracia, y que sería sólo cuestión de tiempo para que pasados unos años, lastres no menos preocupantes como la corrupción pública o la violencia territorial producto del tráfico de drogas, fueran por fin erradicados. La práctica totalidad de los tópicos se ocuparon en aquella época de una sola idea: La llamada reforma del Estado, no había en ese escenario espacio para otra cosa que no fueran ajustes institucionales de segundo orden; el país entraba de lleno a un nuevo modo de pensar lo público, al punto de que el grueso de la discusión se lo llevaban cuestiones alusivas a la calidad de la democracia, que no era otra cosa que pensar en las implicaciones administrativas de la misma.
Atrás quedaban por fin los personalismos y las figuras carismáticas de poder como opciones electoralmente viables, atrás también los modos poco eficientes y/o no trasparentes de ejercer el poder político, sin embargo, la insuficiencia de resultados en el plano social, o la persistente incapacidad del país por conseguir que la enorme riqueza generada a raíz de los cambios estructurales emprendidos durante los 90’s, hizo que cada vez fueran más los que se preguntaran si el esfuerzo invertido en la modernización del país realmente había valido la pena; ahí mismo fue que la idea de reagrupar a la vieja política de base popular y nacionalista –del PRI original– volvería a cobrar fuerza, tras de una figura caudillista.
Por eso y no otra razón es que al menos de forma momentánea la irrupción de López Obrador, primero como candidato y luego como Presidente, parece haberle dado al sistema político mexicano, una válvula de escape a las tensiones resultantes de la enorme desigualdad social que arrastramos desde hace treinta años, como al virtual vaciamiento de nuestras representaciones partidistas tradicionales, que hoy por hoy, parecen sólo existir en todos los partidos, sólo de nombre o membrete.
El problema sin embargo, es que no parece muy claro si semejante apuesta, estructurada en torno a la preminencia de una figura sobredimensionada, vaya resultar viable en el corto o mediano plazo. Un tema sobre el que haríamos bien en ir pensando de cara a las elecciones de 2024. Porque hoy por hoy, y se diga lo que se diga, ninguna de las opciones partidistas parece tener la fuerza necesaria para hacerse con el poder, mucho menos para ejercerlo con solvencia; vaya pues, ni el propio Morena parece capaz de superar un escenario pos AMLO.