Cuando llega la temporada vacacional veraniega, posterior al fin de cursos en todo el nivel básico del sistema educativo del país, resulta bastante recomendable, sobre todo en tiempos de “duda existencial”, remitirse a una singular película mexicana de inicios de los noventa, una historia con distintos matices titulada “Pueblo de Madera”.
En esta película se entrelazan, de forma muy fluida e inteligente, las vidas de distintos personajes de una pequeña población enclavada en la sierra, gente sencilla, de pocas palabras, con rutinas modestas, en una comunidad monótona, en un ambiente rústico alejado de la industria, el comercio, y el hacinamiento citadino.
En ese pueblito sobresale la participación de Loló Navarro, quien interpreta una típica proveedora de cenas, una señora que, con el mágico estilo doméstico atiende en su improvisado local, la necesidad de las personas que gustan de un delicioso platillo, y tal vez, de una cerveza. Un lugar que sirve de punto de reunión y de recreo para los fatigados trabajadores.
También participa Angélica Aragón con un personaje dedicado al abastecimiento de abarrotes, una señora que, con la firmeza de toda una emprendedora, sabe aprovechar las circunstancias para vivir del comercio de la canasta básica, sabe cómo manejar el crédito con su clientela, y hasta entiende cómo invertir sus recursos en productos innovadores que pronto dominarán el mercado.
Otra actriz que muestra su carisma, su complicidad con la cámara, su sensualidad para seducir con sus miradas, con su caminar, con sus expresiones en medio del flirteo, es la talentosa Dolores Heredia, con un personaje que se encuentra en la etapa del coqueteo precoz, de la atracción y los admiradores, del flechazo amoroso, del despertar a la aventura social. Un personaje rondando junto a la línea de lo prohibido.
Un elemento, un tanto surrealista, que aparece a lo largo de la película, es el principal hobby de carácter familiar de este pueblo, el extraordinario mundo del cine, la proyección de películas con funciones a precios módicos a las que pueden asistir personas de todas las edades, en donde predomina fundamentalmente la lucha libre y los pistoleros. Por un lado, los amos del pancracio, figuras emblemáticas que influyen de forma positiva en el ánimo heroico de sus espectadores y en su afición por el deporte. Por otro lado, los ases del duelo con armas de fuego, con el estereotipo de frialdad y contundencia en sus actos, que en la vida de un par de personajes juega un papel determinante y fatal. Destaca en este punto la participación del legendario Mario Almada.
Como parte central de “Pueblo de Madera”, Alonso Echánove y Gabriela Roel, en sus personajes de Aurelio y Marina, despiertan las emociones del espectador con una impetuosa relación clandestina, de esos encuentros apasionados que se desarrollan bajo el amparo de la discreción, de esas entregas de amor que se mantienen por siempre en el cajón de los secretos, con un recuerdo candente que se encapsula en el papel, con la astucia de un maestro de la fotografía.
Finalmente, aunque faltan otros personajes, debo referirme a los tocayos, aquellos niños que comparten el sexto grado de primaria, el gusto por el cine, la afición por la lucha libre, y hasta la amistad con una jovencita. Esos niños que hablan de su amistad infinita, tienen destinos proyectados por sus padres, a los que, por lo pronto, más allá de sus gustos e intereses, tendrán que sujetarse. No importa lo que hayan compartido, no importan sus pactos de amistad, no importan sus buenos deseos para el tocayo, ya que en cuanto uno de ellos, salga en el camión de la mudanza rumbo a la ciudad, en busca de mejores oportunidades para su futuro, el otro, el que se queda en el “Pueblo de Madera” será un completo desconocido, una voz anónima pérdida en el entorno, un rostro difuminado que se desvanecerá lentamente desde su primer día de chinga en el aserradero.
Así es la vida para algunos, para aquellos que entienden que no hay por qué entristecerse tanto en ninguna ceremonia de fin de cursos.