La oposición de cara a las elecciones federales de 2024.
La escasa variabilidad de las intenciones de voto, como de las tendencias de opinión de cara a las elecciones federales de 2024, –mismas que no han dejado de favorecer ampliamente a Morena–, ha terminado consolidando la idea, un tanto anticipada de que la contienda presidencial del año entrante habrá de terminar siendo definida por la disputa entre el oficialismo de Morena, –con cualquiera de sus posibles corcholatas–, y quien hasta este punto ha lucido como la única figura relevante por parte la oposición, a saber la Senadora Xóchitl Gálvez.
Un escenario que por estable que parezca, no ha estado exento de controversias, mismas que se han ido agudizando en la medida que la figura de la propia Gálvez se perfile como la figura protagónica principal del bloque opositor. Qué tan factible es que tenga o no posibilidades de aspirar a algo más que no sea el aseguramiento de su participación formal, depende en buena medida de que no surja un contendiente más del espectro disidente al oficialismo. Y no puede ser de otro modo, porque hasta el momento se antoja probable que las tensiones y/o contradicciones que conviven al interior del propio Morena lleguen a escalar a tal punto, que terminen produciendo fisuras irreparables o incluso escisiones.
De tal suerte que las posibilidades reales de que Gálvez termine o no consolidando una candidatura auténticamente competitiva, están todas cifradas en el hecho de que llegue o no a surgir en la boleta un tercer contendiente, presumiblemente por parte de Movimiento Ciudadano, aunque no pocas opiniones que también apuntan a la posibilidad de una candidatura fuera de las coordenadas del partidismo tradicional. Condicionalidad en cuya presencia, –fuera partidista o independiente–, el voto opositor terminara fragmentándose.
De tal suerte que dos serán las luchas que se han de librar en el proceso electoral del año entrante. La mayor de las cuales terminará por llevarse por obvias razones, los reflectores en el proceso, a saber; primero, la de la disputa entre Morena y el frente opositor por la obtención misma de la Presidencia; la segunda, –pero no por ello menos significativa–, la de configurar o no una tercera candidatura, una disyuntiva que promete conjugar sus propias dificultades, –ya que lo mismo habrá intereses abocados a impulsarle, que intereses tendientes a evitarla–, como de hecho ha quedado al descubierto con la ausencia de un criterio unificado para tal cuestión en el propio Movimiento Ciudadano.
De una parte está la posición de Enrique Alfaro, gobernador de Jalisco por Movimiento Ciudadano, quien sabedor de lo que la fragmentación del voto opositor puede llegar a representar, ha planteado la posibilidad de que MC apoye una candidatura común con la alianza opositora en respaldo de la Senadora Gálvez. Lo que de inmediato ha despertado la animadversión de dos de los principales perfiles futuros de ese partido, a saber, Samuel García y Luis Donaldo Colosio, gobernador de Nuevo León y alcalde de Monterrey, respectivamente. Mismos que han hecho patente su oposición a ir en alianza con el PRI, incluso sugiriendo que de concretarse tal alianza, evaluarían su continuidad en el propio partido. Planteamiento que se encuentra respaldado por el propio Dante Delgado, dirigente nacional del MC. Un escenario que por extraño que parezca, beneficia y/o coadyuva a los intereses de Palacio Nacional en la búsqueda por garantizar la continuidad del proyecto obradorista, por no decir que los garantiza sí o sí, al tiempo que sepultaría cualquier opción del bloque opositor.
Lo que no es ninguna sorpresa si se cae en cuenta que Morena sigue concentrando una intención del voto ligeramente superior al 50% en la mayoría de los sondeos de opinión, en tanto que las preferencias por la oposición oscilan entre el 35% y 40%, dependiendo la fuente que consulte. Para el caso, de surgir una tercera candidatura en la boleta, la oposición vería decrecer sus posibilidades reales de aspirar a algo más que no sea su mera participación formal. En tales condiciones, la única carta –por improbable que fuera–, estaría en que el bloque opositor consiguiera unificar a la totalidad de las fuerzas disidentes con el gobierno en turno, al tiempo que convence en un mismo giro al sustrato de los indecisos.
Algo que por lo agria que la disputa en juego se ha vuelto, se antoja imposible, por mucho menos en un escenario político en el que la nota distintiva ha sido, casi desde el inicio mismo del actual sexenio, la polarización ideológica y la perenne incapacidad de generar consensos y/o espacios de mutuo entendimiento y diálogo. Un escenario de creciente crispación, en el cual han tenido culpa o mutua responsabilidad ambos bandos del espectro ideológico. Porque tanto el gobierno en turno, como la propia oposición han sido incapaces de anteponer los intereses nacionales, alimentando en cambio disputas discursivas que no han aportado en la absoluto al mejoramiento de la vida pública, porque las mismas han estado la más de las veces centrados en los ataques personales y/o en las descalificaciones de los propios entornos privados de sus principales figuras.
Lo que sin duda me parece un detalle no menor, pese al poco seguimiento que sobre la cuestión se hace. El punto está en que como están acomodadas las cosas al día de hoy, cualquiera de los escenarios posibles, favorece independientemente del candidato elegido por Morena, a la continuidad de la llamada 4T. En tanto que en cualquiera de las opciones del bloque opositor, sus opciones reales de conseguir algo más, están en buena medida condiciones por su capacidad de movilizar a una franja del electorado que ni se siente identificada con el proyecto en curso, ni con el proyecto opositor, lo que obedece en buena medida al descrédito de las representaciones partidistas tradicionales.
Por lo que cualquiera de los bandos que consiga comprender la importancia que dicha franja del electorado representa en términos de legitimidad, estaría en condiciones de propiciar un escenario que consiga despejar cualquier controversia poselectoral. Una problemática con que hemos debido aprender a convivir cada vez con mayor frecuencia, porque más allá de lo seguro o no que termine siendo el triunfo de determinado candidato, una democracia funciona no sólo en la medida que se garantiza la regularidad de las elecciones, sino también en razón de que las propias elecciones funcionan como garantes de consensos sociales estables y/o duraderos que son capaces de trascender las propias coyunturas electorales. Un tema en lo que hasta este punto no hemos avanzado.