La semana pasada me cuestionaba si el sistema política mexicano estará o no preparado para un escenario electoral sin la presencia de López Obrador, que nos guste o no se ha convertido tanto para sus seguidores, como para sus detractores en el epicentro del mismo. Un tema sobre el que poco se habla, como no sea para tratárselo con el sesgo propio de las visiones coyunturalistas, donde el común de los denominadores es la búsqueda por comprender quiénes estarían o no en posibilidades de posicionarse en pos del poder de cara a las próximas elecciones.
Argumentaba que por extraño que nos pueda parecer, no parece haber las condiciones institucionales para predecir si saldremos o no, airosos de una coyuntura caracterizada por la ausencia del propio López Obrador, porque lejos de lo que se observaba en los veinte años previos, con una vida pública vigorosa, en la que el grueso de las relaciones públicas se manejaron –ya por las presiones de las reformas económicas, como las reformas políticas subsecuentes–, en términos del fortalecimiento institucional y/o las reformas para acrecentar las capacidades del Estado, la política mexicana de los últimos años, aparece sumida en un atolladero poco esperanzador, en el que han vuelto a tomar protagonismo –tanto en lo local, como en lo nacional–, modos caudillescos y/o discrecionales de ejercer el poder y la propia búsqueda del mismo, que ya se creían a todas luces superados.
Lo que dicho sea de paso, ha coincidido simultáneamente, con un escenario público, en el que ni la propia vida institucional de la totalidad de los partidos políticos es lo que solía ser. Porque todos lucen muy desgastados e incapaces de propiciar el interés del público al que históricamente respondieron. Un fenómeno que en apariencia ha terminado capitalizando Morena porque desde 2018 se ha ido haciendo con el público desencantado de la totalidad de los partidos, pero también muy a su pesar, con numerosos perfiles políticos, que en poco o nada abonan a la agenda pública que al menos en teoría caracteriza al obradorismo, porque son para decirlo claramente, exponentes de todo lo que este ha denunciado por décadas.
Es cierto, quizá parezca todavía muy temprano para preguntarnos por semejante consideración. Sin embargo, es un hecho que en política los escenarios electorales se empiezan a preparar mucho antes de lo que imaginamos. Y al día de hoy estamos ya en la antesala de la sucesión presidencial. Pero no se trata de una sucesión presidencial habitual, representa también que promete poner a prueba los basamentos de nuestra vida institucional, porque la naturaleza de nuestras representaciones políticas tradicionales se encuentran muy erosionadas.
Algo que hasta el momento se había capitalizado con la figura del hoy Presidente, pero como decía la semana pasada, no parece claro que el propio Morena esté preparado para un escenario donde el propio hombre que le dio vida, se haga a un lado. Porque adolece como partido político, pese a ser el más nuevo entre los de mayor envergadura, de exactamente los mismos vicios institucionales de personalismo y/o discrecionalidad en la toma de decisiones, que el resto de los partidos, lo que se traduce en un desencanto de sus bases electorales originales y una creciente dificultad para movilizar al electorado.
Lo cual resulta toda una contradicción, porque al menos en teoría el discurso del obradorismo basó su éxito electoral, en su capacidad para ser un movimiento político con una agenda pública muy definida por la búsqueda de un cambio de régimen, que con un enfoque progresista, favoreciera la inclusión de los más pobres y/o vulnerables, así como el combate a la corrupción pública. Sin embargo, ya una vez en el poder, el propio López Obrador se ha visto un tanto tibio para con las propias causas que tan buenos dividendos electorales le han rendido, dejando incluso, que no pocos de sus colaboradores cercanos se vean repitiendo excesos, que siempre se dijo que no se permitiría o se combatiría.
Y si bien es cierto que una parte importante del triunfo de 2018, obedece al malestar general que los escasos resultados sociales de los cambios emprendidos en el fin del siglo XX dejaron, lo que significa que no todos quienes en aquella coyuntura, votaron por el propio López Obrador, estaban de principio con él o mucho menos coincidían con la totalidad de su agenda, no es menos cierto que ese malestar, que no se ha disipado, persiste. Y pudo, e incluso podría todavía, tomar tintes mucho más siniestros y desagradables o violentos. Como también es no menos cierto que el tipo de cambios institucionales que se requerirían para materializar la agenda que se propone, difícilmente se habrán de concretar en el transcurso de un solo periodo de gobierno. No queda claro por lo que hasta este punto se ha visto, que el círculo más cercano del hoy Presidente vaya tener la voluntad y/o capacidad de gestionar dichos cambios.
Pero si no parece haber entre los cercanos al Presidente la voluntad y/o la capacidad de replicar la agenda que este ha venido sosteniendo, más en lo discursivo, que en lo efectivo. Tampoco la parece haber por parte del propio López Obrador que no ha sido muy a su pesar, capaz hasta el momento de traducir toda su carga discursiva de cambio o búsqueda del mismo, en un andamiaje institucional sólido y/o robusto que garantice la continuidad de sus principios políticos una vez que este no esté más al frente del Estado. Lo que es más, parece que cuanto más se acerca la coyuntura de 2024, más fácil se vea el resurgimiento, no de los aires modernizadores fallidos, que precedieron al obradorismo, sino de las razones mismas por las que el disgusto ciudadano se incubó por décadas hasta el punto mismo de abrirle a Obrador la posibilidad de hacerse con la Presidencia.
Lo cual promete ser un problema al que no parece haber una respuesta sencilla, porque a diferencia de López Obrador, su círculo más inmediato carece totalmente de la fuerza del liderazgo carismático que caracteriza a este. Lo cual sumado a lo poco trabajado que las conquistas institucionales de su presidencia se encuentran, podría ser el escenario propicio para que toda esa carga de disgusto social que no ha terminado de hallar cause en el gobierno actual, se desborde una vez que termine la actual administración, lo que hasta este punto se ha evitado, sólo porque aún en relativamente amplio el consenso que existe en torno a la figura presidencial, más nada garantiza que lo seguirá siendo cuando este se haya ido.