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domingo, diciembre 22, 2024

LA DEMOCRACIA EN MÉXICO. UNA SIMULACIÓN.

La democracia en México. Una simulación a modo de intereses personales.

La compleja relación que caracteriza los distintos niveles de gobierno en este país, así como las dinámicas que al interior de los distintos partidos políticos subsisten sin importar los colores o los principios, recala de continuo en un crisol de arreglos coyunturales, en los que los principios o la congruencia discursiva y/o de valores es lo de menos. El caso es que elección tras elección, en México lo que prevalece es la conformación de alianzas que no resisten el más mínimo sentido común, pero que sin embargo se forman y consolidan por el más llano interés personal de quienes en ellas confluyen; para el caso, sin importar el parido al que se aluda, el punto con tales alianzas y/o acuerdos, es ganar a como dé lugar.

Y aunque semejante dinámica no es ya nada nuevo, no es menos cierto también que semejante pragmatismo va erosionando de modo persistente pero silencioso la poca o nula credibilidad de los distintos institutos partidistas que convergen en las urnas. El caso es que hoy por hoy la totalidad de los partidos políticos carecen de la fuerza que antaño los caracterizó.

En su lugar lo que prevalece son carcasas partidistas cuyas siglas se ofertan y/o reciclan siempre al servicio del mejor postor, porque ya ni las pretendidas militancias de cada partido político son tenidas en cuentas en cuenta. De ahí que no sea nada extraño que siempre se repitan nombres y/o perfiles, que sin importar los colores que pretenden representar, mantienen secuestrados sus respectivos partidos. Secuestro que queda más que patente cuando una vez agotadas las posibilidades para contender por cuanto cargo de elección popular sea posible, se ve que son los parientes y/o cercanos de tales perfiles, los que se apropian de la encomienda por representar los intereses no del partido al que en lo formal abanderan, sino del grupúsculo que les dio la posibilidad de contender.

En tales condiciones, no es de extrañar que cada vez cueste más a todos partidos sin distinción de siglas o colores convocar y/o movilizar al electorado. Porque sin importar la trinchera política a la que se haga referencia, en todas y cada una de las mismas se replican exactamente las mismas prácticas que anteponen los intereses de unos cuantos, por encima de lo que en lo formal representan. Lo que hace del juego político una mera simulación cuyo sentido queda totalmente carente de todo sentido democrático, porque aún antes de empezar los propios procesos electorales, los intereses reales de la ciudadanía han quedado anulados y/o soterrados por arreglos intrapartidistas, que la más de las veces no llegan ni a oídos de las propias militancias de los partidos.

En su lugar las elecciones se han vuelto cada vez más, una arena de conflictos intestinos, cuya mayor seña de identificación política del votante promedio, no es para con los partidos que aparecen en las boletas, sino llana y sencillamente se decantan por la simpatía o animadversión cuasi personal que suscitan todos y cada uno de los candidatos que justifican la presencia de los pretendidos partidos en la boleta. De ahí que al final los intereses del electorado terminen siendo por demás una variopinta colección de afinidades electivas que no necesariamente se corresponden con un determinado perfil ideológico.

Para nadie es ningún secreto que hoy por hoy, México vive una severa crisis de representación partidista, que se traduce en todo tipo de escenarios aliancistas sin la más mínima congruencia de principios. Porque de lo que se trata es de ganar por ganar. De ahí que en todos los institutos políticos la lista de candidaturas no hace sino reciclarse sin el más mínimo pudor, repitiendo nombres y caras por demás conocidas. Para el caso cuando las posibilidades se agotan, tales perfiles terminan brincando al siguiente cartel político, –quise decir partido–, que se preste a la simulación de representar lo que quiera que pretendan representar.

Que para el caso, está más que claro que al propio electorado no representan. Ya si no, siempre quedará la posibilidad –según lo permitan la coyuntura o las condiciones que se impongan en términos institucionales–, de terminar abriendo un nuevo instituto político, cuyo arrastre en el mejor de los casos sirva para una modesta presencia local que vuelva al nuevo partido un negocio familiar. Contribuyendo con ello al resquebrajamiento o el vaciamiento del resto de los partidos, con la consabida necesidad de reformular elección tras elección la posibilidad de todo tipo de alianzas por demás inverosímiles, con tal de sobrevivir.

De ahí que no sea nada extraño la persistente disonancia representativa que caracteriza las elecciones en todo el país. Para el caso, los arreglos federales rara vez se sostienen en los niveles de gobierno subnacional y viceversa. Haciendo mucho más patente y/o evidente la inconsistencia discursiva o de principios que caracteriza a la totalidad de las élites políticas. Así, mientras en lo nacional, tanto uno como otro bando se acusan de cualquier cosa, en lo local se traslapan y/o solapan cualquier cantidad de arreglos. Lo que no hace sino recordar aquel viejo adagio de la política mexicana que decía: si los principios enemistan, el presupuesto –o el interés por seguir viviendo del pueblo– los une.

Que si, que en lo formal hay de todo para decir que vivimos en una democracia, desde partidos políticos y compendios de principios en cada, hasta reglas electorales que operan de forma regular y autoridades que aseguren su continuidad, pasando por operadores de escrutinio del voto y/o las preferencias del electorado, de todo tenemos. Pero más allá de lo formal, mientras los propios institutos políticos que participan en las elecciones no hagan lo más mínimo para demostrar que están genuinamente preocupados por la ciudadanía que se supone que aspiran a representar, comenzando por respetar los deseos de sus propias militancias, difícilmente podrá decirse que todos y cada uno de los controles antes referidos son todo lo efectivos que se pretende o piensa.

Y no, sólo para decirlo claramente, yo no creo que la respuesta a la crisis de representación partidista que hoy vivimos, sea seguir alentando la inútil creación de más y nuevos partidos políticos o alianzas contra natura que sigan vaciando de contenido sus propias siglas o principios, sino considerar ya una severa reingeniería de la vida interna de los partidos existentes, e incluso pensar en la desaparición de varios de los mismos, ante el fracaso de su intervención.

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