Para nadie es un secreto que el liderazgo político que López Obrador ha construido y ejercido desde siempre, es uno de corte carismático. Sustentado primordialmente en su capacidad personal para conectar, –lo mismo por su historia de vida, que por las claves discursivas de las que se vale–, de forma directa con las masas; para decirlo claramente, su liderazgo se ha tratado en esencia, de una relación con una alta carga emocional, que pese a sus insuficiencias y/o tropiezos en el ejercicio del poder, ha sabido mantener un alto nivel de legitimidad.
Y no es para nada extraño que así haya sido porque la suya ha sido una administración sustentada en términos discursivos, en un imaginario colectivo que a contracorriente de lo que había venido ocurriendo en los 20 años previos, se ha hecho permanentemente, eco de la necesidad de darle voz y/o autoridad, fundamentalmente a quienes menos tienen. Acometiendo la empresa de decirle a los sectores populares, lo que llevan toda una vida queriendo escuchar; que hoy gobierna algo que entiende sus problemas más cotidianos, porque el mismo lleva toda una vida padeciéndolos. Porque con todo y que existe un mundo de distancia entre lo que su retórica entona y el pragmatismo político con el que se conduce, López Obrador ha sabido conjurar la necesidad de dirigirse al país de un modo llano, sin filtros, o con la menor cantidad de los mismos, para que cualquiera –por más sencillo que viva–, entienda y/o pueda sentirse identificado.
Empero, por efectivo que pueda resultar, existen dos problemas en este estilo de liderazgo; primero, no cualquiera reúne las condiciones personales y/o anímicas para replicarlo o ponerlo en práctica de forma convincente; segundo, al tratarse de un liderazgo altamente emocional, en el que la esencia de su contenido se nutre de la diferenciación o confrontación con las formas abigarradas que le precedieron.
Lo que ha terminado desencantando y/o alejando a las clases medias, que han terminado sintiendo que tienen poca o ninguna cabida en un imaginario colectivo en el que sus propios esfuerzos para mantener sus condiciones de vida, han terminado en más de una ocasión siendo motivo de polémica y/o desencuentros en la opinión pública nacional, a manos de un gobierno que ha optado por una retórica en el que los contrastes sociales tienden a pronunciarse en aras de mantener un entendimiento asequible a cualquiera. El resultado no se ha hecho esperar, al tiempo que la llamada 4T mantiene un alto nivel de legitimidad entre quienes menos tienen –que huelga decir, son la mayoría del país–, cada vez hay menos sectores medios conformes, tanto con el modo como la retórica oficial los retrata, como con las no pocas contradicciones del propio Ejecutivo.
Y este es en el fondo el reto más significativo al que Claudia Sheinbaum se habrá de tener que enfrentar de cara a la sucesión presidencial, para no sólo ganar en 2024, sino para además hacerlo con un margen mayor al 50%; lo que no se trata de un mero capricho. El punto es que ganar, no garantiza legitimidad per se, y mucho menos si se sigue insistiendo –como hasta ahora se ha hecho–, en una mitología discursiva altamente polarizada y/o maniquea, en la que todo lo que se aparte, así sea mínimamente de la corriente mayoritaria de pensamiento, se toma por sinónimo de conservadurismo.
El problema está en que del dicho al hecho, existe un enorme trecho, porque repito, no cualquiera reúne las condiciones personales para replicar un liderazgo carismático que mantenga las actuales inercias del país sin riesgo de fisuras. La propia Sheinbaum dista mucho de ser una persona con tales condiciones, muy por el contrario, el suyo es un perfil que no podría ser más contrastante en aptitudes, como en historia personal con el de López Obrador, con todo y que en ambos confluye su militancia y/o convergencia por los movimientos populares y las causas progresistas o de izquierda. Sin embargo, al margen de dicha convergencia ideológica o de principios, Claudia Sheinbaum, acusa por definición un perfil personal de mucha mayor coincidencia con la soterrada clase media que por razones discursivas y/o de conveniencia política, se ha terminado llevando la peor parte en el actual gobierno federal.
En consecuencia, el suyo tendrá que ser un liderazgo que apele a la mesura y la razón, al diálogo y la convergencia de afinidades. Pero esencialmente a la discusión permanente. Y tendrá que ser necesariamente de ese modo, tanto por las escasas emociones que su figura es capaz de convocar, como las exigencias propias del clima político nacional. Sería francamente lamentable y hasta preocupante que el clima de polarización que hasta ahora hemos padecido, se terminara replicando en el sexenio por venir, al punto incluso de verse escalar.
No creo pues que sea casualidad la amplitud con la que el propio Morena se ha visto incluyendo entre sus candidaturas, perfiles que al menos en teoría sonrían improbables, y que sin embargo, están siendo considerados –piénsese por ejemplo el caso de García Harfuch–, por la necesidad que tiene el actual gobierno de mantener la legitimidad de la que hasta ahora ha gozado. Legitimidad que está claro, difícilmente podría llegar a mantenerse en los términos que el propio López Obrador decidió ejercer, es decir a merced de un liderazgo altamente emocional y/o carismático. Este es pues el punto de inflexión en el que la llamada 4T habrá de terminar mostrando verdaderamente, de qué está hecha.
Para decirlo claramente, además de ganar las elecciones presidenciales de 2024, el mayor de los retos a los que se enfrenta Morena y la propia Claudia Sheinbaum, es a hacerlo, convenciendo no sólo a su mercado electoral más evidente, el de las clases populares. Muy por el contrario, tendría que hacerlo, logrando convencer también a las clases medias, de las que por razones de discurso se ha mantenido bastante ajenas y/o indiferentes. Una tensión que ya ha demostrado llegar a tener a tener un costo político nada despreciable, como de hecho ocurrió en la Ciudad de México en 2021, cuando una clase media cansada de la persistente hostilidad discursiva a la que ha sido expuesta por el gobierno federal en turno, como por la lejanía efectiva de sus autoridades locales, decidiera ejercer su voto de castigo para poner en evidencia que no había nada seguro.