Claudia Sheinbaum. O el estilo personal de gobernar cuenta.
Es difícil no considerar o poner en perspectiva que cada tomador de decisiones le imprime a su ejercicio de poder una impronta fuertemente relacionada con su propia personalidad. Sólo así se entiende lo que el inicio del actual sexenio está resultando para la propia Claudia Sheinbaum. El cambio en el estilo personal de gobernar y/o en el modo en como las decisiones se toman con el inicio del actual gobierno, es más que evidente. Ahí donde López Obrador apostó siempre por una suerte de binarismo confrontativo, en el que se estaba con él, o en su contra, Sheinbaum parece estar dando muestras claras de buscar la conciliación de intereses, tanto como el dialogo permanente frente a propios y extraños.
Lo menos por decir al respecto, es que la apuesta resulta significativa por sus implicaciones de diálogo y/o apertura en un escenario que quedó por demás crispado o polarizado, pero es a un mismo tiempo arriesgada, porque implica pasar por alto lo más evidente: la actual mandataria carece del liderazgo carismático que distinguió a su predecesor. La cuestión no podría ser más ilustrativa de lo que promete ser su administración, toda vez que expone lo distinto que puede ser una gestión de gobierno, sólo con quitar algunos de los rasgos personales y/o de los componentes personales del carácter de un gobernante.
Que vamos, para decirlo con total y absoluta claridad: con exactamente las mismas condiciones estructurales que las del propio AMLO, incluso más ventajosas por cuanto el propio López Obrador se encargó de dejarle a la actual mandataria el camino trazado, así como una estructura de poder lo suficientemente robusta y aceitada, –acaparando para el propio proyecto de la llamada 4T, todo cuanto fue posible–, Sheinbaum avizora la impronta de un estilo de gobierno en el que el diálogo y/o la pugna de intereses tan disimiles entre sí, promete hacerse sentir con mayor fuerza de lo que se consiguió en la pasada administración federal.
Lo cual no es de extrañar para efectos de lo personal y/o psicológico, pero tampoco se puede desconocer que ello no priva de efectos para con lo público. Porque aunque de momento no se ha hecho presente el clima de incertidumbre que algunos catastrofistas de la oposición presagiaban, no es menos cierto que ello no exime de ir con cautela para con la imagen que el país proyecta frente a los mercados internacionales y/o los numerosos observadores externos que rutinariamente observan el devenir del país con miras a establecer sus propias estrategias de intervención o participación en el mercado nacional.
Para decirlo en corto: Sheinbaum no es Obrador, ni se le parece, aunque está fuera de toda duda que promete apostar por una continuidad de sus propias decisiones y/o políticas o programas y proyectos de gobierno. Por la sencilla razón de que no hacerlo supondría darse un balazo en el propio pie considerando la alta aprobación pública electoral con la que su propio gobierno comienza en funciones. Sin embargo, aun reconociendo que está fuera de toda duda que la actual administración federal promete seguir por la senda trazada por su predecesor, está claro también que la actual mandataria no cuenta ni de lejos con el estilo o el empuje del liderazgo que caracterizó López Obrador.
Se lo vio de ese modo en campaña, y seguramente tal diferencia habrá de ser mucho más notoria conforme pase el tiempo. Aunque no es menos cierto decir que cuanto más tiempo de distancia medie entre la gestión de Claudia Sheinbaum y lo que fue el periodo de gobierno del propio Obrador, más notorio será también las características propias del modo de ejercer el poder que la actual mandataria habrá de mostrar. Sin embargo, hay que apuntar que de entrada, la suya promete ser una gestión en la que el diálogo y la conciliación de diferencias tomen un protagonismo cada vez más creciente y/o significativo. Lo cual no podría ser más deseable o necesario si se considera la complejidad con la que cerró el último sexenio en medio de un equilibrio de fuerzas en las que no fueron pocas las veces que las decisiones del Ejecutivo federal generaron opiniones divididas.
Un ambiente de crispación y/o creciente polarización en el que mucho tuvo que ver no sólo el carácter del saliente presidente, sino también y sustancialmente el momento electoral en el medio del cual se circunscribió su cierre de gobierno. Luego entonces sería entendible la posición y/o la extrema voluntad de conciliación y/o diálogo y apertura que la actual mandataria ha mostrado.
Se piense lo que se piense, es un hecho que la cuestión de fondo, tanto por parte del oficialismo como de la llamada oposición o disidencia, está en que ambos bandos comprenden que no es momento de atizar las diferencias, sino más bien de buscar o generar los debidos caminos de intermediación que le permitan al país generar los consensos necesarios no sólo sosegar el tono de la discusión pública, sino también y fundamentalmente para dar al exterior la calma y/o la certeza necesaria de que las decisiones gubernamentales se harán, no sólo en el marco de la civilidad política, sino también de la valoración de las coincidencias.
Desde luego, conjeturas podrían hacerse muchas. Pero quizá todavía sea muy pronto para resolver si las cosas terminarán siendo como en apariencia se vislumbran. Lo mejor que podemos hacer en ese sentido es ser pacientes y sobretodo sumamente observadores para sopesar las consecuencias del estilo personal de gobernar de la actual presidente, porque en ello se hallarán las claves para entender las directrices que el propio Estado mexicano habrá de tomar en los próximos años. Como siempre digo: tiempo al tiempo. Pero es innegable que esta segunda presidencia de la llamada 4T no será ni de lejos la que vimos en la administración del propio López Obrador, porque las particularidades del propio gobernante en turno cuentan, y cuentan mucho.