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sábado, noviembre 23, 2024

EL EJÉRCITO EN LA SEGURIDAD. UNA INERCIA QUE LLEGÓ PARA QUEDARSE.

Como no podía ser de otro modo, igual que ha ocurrido con otros temas del presente y del pasado reciente, el de la militarización del país parece estar sumido en el atolladero de lo maniqueo, donde lo que prevalece es la aridez ideológica. Lo que trae sin duda serias consecuencias para una discusión desprovista de polarizaciones.

El punto es que por el modo en el que la discusión sobre la presencia del Ejército en la seguridad se ha desarrollado, la misma se ha mantenido en el clamor de lo ideológico; para decirlo en corto, al Ejercito o se le sataniza, o se le beatifica. Pocas o ninguna han sido las posiciones medias en dicha discusión.

Sin embargo, por mucho más allá de las diferencias que ambas posiciones implican, poco se puede objetar respecto a que en los últimos años su sostenimiento como piedra angular de la seguridad, se ha mantenido inalterable en una inercia que no reconoce de diferencias partidistas y/o niveles de gobierno.

No ha habido prácticamente ningún gobierno independientemente de su extracción partidista en los últimos veinte años, que no haya terminado reconociendo la importancia de las Fuerzas Armadas en el mantenimiento de la integridad territorial del Estado. Tan significativa ha resultado su intervención en el trabajo por atender los problemas de seguridad del país, que incluso actores que en el pasado reciente se opusieron a su intervención, –siendo el caso más representativo el del presidente López Obrador–, han terminado por reconocer que ante la gravedad que la cuestión suscita, no existe de hecho otra posibilidad viable que la de mantener su intervención de forma rutinaria, incluso con los riesgos potenciales que ello puede acarrear al propiciar y/o exigir una sobredimensión de sus capacidades.

El punto es que lejos de lo que la oposición pretende, no existe en realidad un cambio abrupto en la inercia que la cuestión ha representado en los últimos veinte años. Sin embargo ello no ha evitado que la cuestión termine siendo el caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de una retórica plagada de señalamientos cargados de una malsana intencionalidad política, lo cual resulta toda una ironía. Por la cortedad de miras, como por el modo sesgado y tendencioso que la cuestión se ha estado abordando por quienes se oponen al intervencionismo castrense en la seguridad, cuando fue la propia oposición la que siendo gobierno hace quince años, propició las condiciones para la incorporación del Ejército a la seguridad.

Condiciones que huelga decir, están lejos de ser incidentales y/o coyunturales o transitorias, porque tenemos de hecho más de tres décadas desde que el tema de la violencia producto del trasiego de drogas, ha ido recrudeciendo con tal severidad, que al día de hoy, existen amplias zonas del territorio nacional en donde no existe virtualmente presencia del Estado, o esta convive de diario con un orden fáctico que en no pocas ocasiones lo sobrepasa.

Luego entonces resulta poco menos que incomprensible que con la gravedad y/o complejidad del tema, la discusión se siga desarrollando en un malsano binarismo, en donde o se está totalmente en contra, o se está totalmente a favor.

Y esto es muy necesario de decirse, porque tan poco aconsejable es la crítica recalcitrante a la cuestión, como lo es la posición de aceptación incondicional de quienes por afinidad con el actual gobierno, optan por desconocer y/o soslayar los riesgos que la intervención del Ejército en la seguridad puede llegar a desencadenar si se lo hace de forma temeraria o imprudencial.

La cosa es que la discusión sobre la militarización del país no puede y/o no debe seguirse conduciendo por el terreno de lo ideológico, porque como se siga insistiendo en un enfoque carente de posiciones intermedias, terminaremos se lo quiera o no, contribuyendo a que el problema que hoy vivimos siga escalando, con un alto costo en vidas humanas.

No creo que seguir comprometiendo la viabilidad del Estado para hacer frente al grave problema de seguridad que padecemos, sea un tema al que se tenga porque hacer frente más tiempo del que ya llevamos deliberando, si es o no necesario que se eche mano de todos los recursos posibles, regularizando de forma institucional la propia participación del Ejército, cuando es ya un hecho que tenemos cerca de tres décadas probando continuamente que las autoridades civiles se encuentran a todas luces rebasadas en materia de seguridad.

Luego entonces, el enfoque de la discusión tendría necesariamente que trasladarse del sí o no a la intervención militar sobre la seguridad, al cómo es recomendable que dicha intervención se gestione –en términos de transparencia, rendición de cuentas y la existencia misma de mecanismos de control y/o supervisión que eviten excesos–, para que la participación de las Fuerzas Armadas no termine representando un problema para la regularidad de las propias instituciones estatales.

Una cuestión que no está desprovista de controversias, no sólo en lo operativo, sino también fundamentalmente en el manejo de la información que el Ejército mexicano maneja en su seguimiento de la cuestión. El punto es que si no fuera ya lo bastante compleja su intervención en lo práctico, el reciente escándalo respecto al espionaje que presuntamente realiza el Ejercito sobre analistas y/o formadores de opinión, como sobre activistas sociales, aunado a las numerosas filtraciones públicas que dejan al descubierto como la intervención militar sobre la seguridad no se encuentra desprovista de irregularidades, que lejos de lo que se quisiera, reproducen numerosos vicios de los propios cuerpos de seguridad civiles.

Ha ido abriendo cada vez con mayor urgencia la necesidad de esclarecer los alcances legales y/o institucionales que su intervención justifica.Sin embargo, difícilmente se conseguirá establecer los límites de dicha intervención, como se siga alimentando una discusión centrada en la polarización ideológica y la descalificación per se de los contrarios. No es ahí donde mejores dividendos conseguiremos para comenzar la recuperación de la capacidad del Estado para hacer frente al tema de la seguridad.

En ese sentido, se piense lo que se piense, cuanto más tardemos en comprenderlo, mayores serán necesariamente las consecuencias en costos de vidas humanas, que la cuestión termine por afectar. Todo ello con un costo político que no le hace ningún favor a nadie.

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