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viernes, noviembre 22, 2024

DOSCIENTOS AÑOS DE INDEPENDENCIA

Cumplir doscientos años de vida independiente con el conjunto de retos que enfrenta nuestro país, no es para nada cosa sencilla. Por principio de cuentas habría que decir, por muy cliché que la cuestión suene, que no todos los días se cumplen dos siglos de existencia. Y no todos los días se tiene tampoco la ocasión de recordar todo lo que esos doscientos años han significado para el país mismo.

Al modesto logro de conservar nuestra libertad política pese a la precariedad de nuestras condiciones materiales, se ha debido contrarrestar la persistente distancia de un país siempre por debajo de sus posibilidades, en una permanente alteridad de sus partes constitutivas. Disidencia que ha dejado tras de sí una larga historia de encuentros y desencuentros, en una búsqueda por definir quiénes somos. Búsqueda en la que, pese al peso de lo que en ella hemos perdido, hemos debido aprender a lidiar con nuestras contradicciones.

Sin comprender del todo, que la seña más particular de nuestra identidad nacional, se encuentra en el carácter híbrido de sus componentes esenciales. El punto es que somos simultáneamente natío-americanos, pero en no menor medida españoles; somos simultáneamente republicanos, como también monárquicos, con todo y la debilidad por la pompa y la ceremoniosidad que nos caracteriza; somos simultáneamente centralistas, pero en no menor medida federalistas; somos simultáneamente liberales, pero también conservadores; tradicionalistas, pero también modernos y hasta pos-modernos; somos a un mismo tiempo nacionalistas y globalistas; convivimos simultáneamente en ir y venir del tiempo, donde lo pasado se encuentra con lo porvenir, y este a su vez con un presente casi etéreo, que se desvanece de continuo en una realidad con tintes oníricos.

Sólo así se puede entender que el mexicano sea un ser en permanente introspección, pero también en franca contradicción, con un ánimo siempre oscilante entre lo que fue y no pudo ser, y lo que podría ser, pero no parece tener para cuando llegar: la nuestra es una nacionalidad bifurcada entre sueños de grandeza pasados y las esperanzas en un porvenir persistentemente empeñado para sobrevivir; el resultado por demás predecible, es que nuestros antagonismos han sido siempre más grandes que nuestras coincidencias. Porque en un país como el nuestro, tan lleno de contrastes sociales, económicos y políticos tan marcados, difícilmente queda espacio para los puntos medios.

De hecho si algo hay que nos ha pesado desde siempre, es nuestra perenne incapacidad para construir medianías libres de conflicto. Nos cuesta reconocernos diversos, como también nos cuesta reconocer nuestra naturaleza polifacética, que se hace y se refiere al mismo tiempo por múltiples referentes. De hecho el único modo artificioso en que nuestras singularidades han soportado la carga de nuestra naturaleza contradictoria, ha sido siempre por el sometimiento de alguno de sus componentes. Lo que nos ha situado de continuo en ir y venir de estallidos sociales, que cada y tanto nos recuerdan los deudos pendientes de nuestro ser nacional.

A la pugna entre monárquicos y republicanos de los primeros, siguieron las luchas intestinas entre centralistas y federalistas. Mismas que más pronto de lo que pensamos, terminaron volviéndose una pugna entre liberales y conservadores, antagonismo cuyas repercusiones geopolíticas trajeron como consecuencia la pérdida de más de la mitad del territorio nacional a manos de los Estados Unidos, y la posterior instauración de un imperio, que si bien fue de carácter fugaz, dejó tras de sí una seña inconfundible de suspicacia y/o recelo por lo extranjero. Pero ni la superación de la intervención francesa supo generar las coordenadas para la formación de una identidad nacional no conflictiva.

Antes por el contrario, al republicanismo liberal de la restauración juarista seguiría una etapa definida por la búsqueda de una inserción económica global que nos permitiera superar la precariedad que durante los primeros cien años de vida independiente nos tuvo en discordia. Una búsqueda que no resultó tan fructífera como la mayoría hubiera querido. Y no lo fue, porque conseguir ese espejismo de orden, estabilidad y progreso que el porfiriato representó, implicó ignorar y/o desconocer la enorme herencia de desigualdad que la pacificación forzada del país en la que se cimentaba, dejó con el inicio del siglo XX.

De ahí que iniciáramos el siglo XX, con un nuevo estallido social, en donde todas y cada una de las caras que nos constituyen terminarían encontrándose en una nueva reedición del antagonismo y la pluralidad que siempre nos han dado vida. Una pluralidad que con el tiempo terminaría siendo de nueva cuenta silenciada por los regímenes revolucionarios. Que igual que hicieron los regímenes que le precedieron, decidieron apostar por una uniformidad artificiosa e impuesta por la fuerza. Un orden que sólo se mantuvo estable, en la medida que fue capaz de solventar sus insuficiencias y/o carencias, con prosperidad social. Pero que tan pronto dejó de dar resultados, terminó haciendo aguas.

Lo que es peor, dejando al descubierto que la revolución con todo y su etapa de prosperidad y desarrollo, jamás consiguió salvar nuestras diferencias, como tampoco fue capaz de contribuir a la formación de una identidad nacional incluyente y/o genuinamente representativa. Pero ni el orden neoliberal que paulatinamente sustituyó al régimen revolucionario en los últimos cuarenta años, fue capaz de ofrecer los referentes necesarios para la superación de nuestras diferencias. De hecho habría que indicar que para México, el siglo XX terminaría cerrando con el surgimiento de un nuevo estallido social; que nos recordó de tajo, que en el cenit de la época neoliberal, cuando el común del concierto internacional se definía por el fin de la Guerra Fría, el país seguía debatiéndose entre la preponderancia de un nuevo protagonismo internacional y los deudos pendientes de un pasado simultáneamente indígena y agrarista, al que la revolución nunca le hizo justicia.

Y aquí estamos de nuevo; pesa decirlo de ese modo, sobre todo por las implicaciones sociales y materiales que ello conlleva, pero lo cierto que es que tras de dos siglos de historia como país independiente, siguen latentes todas y cada una de nuestras contradicciones. Lo que es más, no sólo siguen vigentes, tal parece que al día de hoy nuestras diferencias se han ido haciendo cada vez más significativas, como innecesarias. En cualquier caso, si realmente aspiramos a conseguir algo mejor que lo que en los primeros doscientos años de historia nos ha sido posible, es preciso aprender a reconciliarnos. Porque será eso, o seguir abonando al ya de por sí insufrible escenario de la polarización y oportunismo. Una inercia que siempre ha terminado trayendo consecuencias desagradables.

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