No es la primera vez que lo he dicho, la nuestra es una política en la que los liderazgos públicos toman con suma frecuencia tintes caudillescos, con figuras cuya preminencia termina socavando de continuo la regularidad de nuestras instituciones. Un tema que viene de larga data, de hecho, no importa en realidad en qué época se piense, México ha sido por definición una tierra de hombres fuertes y/o caudillos, cuya fuerza residido en buena medida en los rasgos de carisma, como en la astucia con la que sus gobernantes de turno han sabido establecer alianzas y hacer imponer su lógica discursiva como referente hegemónico.
Casualidad no es que el nuestro sea, –con todas las salvedades que le quiera interpretar–, uno de los sistemas presidencialistas más estables y/o longevos de los que se tenga memoria en el mundo; la figura de un presidente fuerte, cuya fuerza se fundamenta en el carisma, como en la fuerza que este es capaz de imponer sus caprichos y/o designios, es una constante que permanece inalterada. Y es que presidencialista desde muchas décadas antes de que siquiera se pensara en la celebración de elecciones regulares, justas y competitivas, –por mucho que hoy su legitimidad se vea de continuo severamente cuestionada por los excesos vividos por la partidocracia–, lo más seguro es que el sistema político permanecerá presidencialista, sea este o no una democracia.
Tan importante ha sido dicho componente en la propia regularidad de nuestro sistema político, que pocas cosas han resultado tan definitorias en las últimas administraciones, como lo son ausencia o insuficiencia de carisma de los gobernantes en turno. Ausencia que se relaciona en buena medida con la impresión de tener gobernantes poco o nada cercanos con la ciudadanía. En ese sentido, de figuras fuertes, abundan las páginas de nuestra historia nacional, tanto en el pasado reciente, como en nuestra historia profunda; caudillos fueron la mayoría de nuestros gobernantes todo el siglo XIX, independientemente de su extracción política, como caudillos o líderes carismáticos los combatientes de las intervenciones extranjeras, y los subsecuentes gobernantes que les sucedieron, caudillos los iniciadores de la revolución y sus continuadores partidistas; la figura de hombres fuertes cuyo liderazgo dependía del carisma, fue una constante permanente.
Pero si el carisma personal de los gobernantes ha terminado jugando un papel de suma importancia, en términos de liderazgo y comunicación política, por razón de nuestros usos políticos altamente emotivos y/o simbólicos, es justo decir que la cuestión del caudillismo se ha terminado relacionando en forma simultánea con rasgos mucho menos luminosos en el ejercicio del poder, tal es el despotismo y/o la excesiva concentración del poder, o la compra de voluntades en la búsqueda de propiciar cultos a la personalidad, que ya sean naturales o auspiciados por un asistencialismo con claras connotaciones clientelares, no nos han permitido consolidar la construcción de sólidos referentes institucionales.
En tales condiciones los resultados no se han hecho esperar, porque así como somos una sociedad permanente acostumbrada a fundamentar sus posiciones de poder sobre la base de liderazgos carismáticos, también somos en buena medida una sociedad a la que cuesta mucho construir consensos colectivos sin la intermediación de figuras personales fuertes. Empero el problema de dicha dinámica es que tales figuras suelen de común poner en el límite nuestras propias capacidades institucionales, de tal suerte que tal tipo de liderazgo político propicia problemas durante el ejercicio del poder, pero también en no menor medida, una vez que la responsabilidad en el cargo ha concluido.
Y es que si ya resulta complicado pensar en lidiar con una lógica del ejercicio de poder donde este se suele practicar pulverizando cualquier posibilidad de contrapeso y/o propiciando condiciones estructurales donde lo que prevalece, esté quien esté, es el criterio de una sola persona. Cuyo juicio personal se vuelve la medida sumaria para que a partir del mismo se construyan referentes y/o modos discursivos o de hacer las cosas, que no obedecen a más lógica que el capricho de quien está en el poder, otros tantos problemas se derivan una vez que la figura en funciones se aparta del poder. Porque nada garantiza que quien sustituye al gobernante saliente tendrá la misma eficiencia y capacidad de liderazgo.
En el extremo contrario al caudillismo, la nuestra es simultáneamente una sociedad cuya vida pública adolece de una endémica incapacidad para construir instituciones que verdaderamente sepan reflejar los intereses de sus ciudadanos. Lo que es todavía más preocupante, las pocas veces que se lo consigue, más tardamos en construir los consensos, –por imperfectos que estos sean–, que una figura caudillesca en poner su legitimidad en entredicho. Lo que invariablemente termina, vía la polarización de la sociedad, en un paulatino debilitamiento de las instituciones, y en no pocos casos, cuando se es capaz de superar el divisionismo que esto genera, en un quiebre de las mismas. Tal y como queda cuenta en la historia tanto del país, como de la propia América Latina. Cosa que expongo con todo propósito, porque lejos de lo que pudiera pensarse, este problema no es una lamentablemente una cuestión privativa del país.Una cuestión sobre la que haríamos bien en pensar teniendo en cuenta lo que ha venido ocurriendo en la actual administración federal.
Porque se lo diga o no, cada vez más nítidamente las potenciales señales de que pudiéramos entrar en un futuro cercano a escenarios sociales un tanto más inestables. Toda vez que nada garantiza en realidad que quien termine sustituyendo a quien hoy despacha desde Palacio Nacional, en efecto termine teniendo la misma pericia que este para hacerse imponer, lo cual es preocupante sobretodo si se tiene en cuenta el creciente escenario de polarización social que hoy prevalece.