Amor y dignidad personal. Un comentario necesario.
Con cierta frecuencia escucho que se dice que las cosas, –tierra, posesiones u objetos–, son de quienes les trabajan y que por eso hombre o mujer que ya tienen pareja, si pueden –o no están satisfechos con lo que tienen– deben aprovechar –y es de hecho su legítimo derecho buscar–, la ocasión de meterse con cualquier otro, porque todos tenemos derecho a ser felices, (como si serlo dependiera única y exclusivamente de cuánto placer físico somos o no capaces de sentir y o producir). Para el caso, por todos lados se escucha que todo el mundo puede y/o debe aspirar a lo que verdaderamente merece, y aunque en principio no está mal la idea, tampoco es que se puede ir por la vida priorizando el disfrute inmediato de lo que a cada quien le parece sin mediar la más mínima consideración respecto a la responsabilidad afectiva de lo que estar en pareja significa.
La cuestión es que quienes piensan de ese modo, anteponiendo su propio a precer a cualquier otra consideración humana, olvidan que dos personas en una relación seria, se deben, por mucho más allá de cualquier consigna confesional y/o moral, al compromiso ineludible de hacer de su vínculo afectivo, una genuina expresión de complementariedad, donde lo que se comparta sean plenitudes, no carencias. Y no puede ser de otro modo, porque amar es ante todo dignificar.
En ese sentido, si bien puede ser que lo que se tiene sea de quien lo trabaja, no es menos cierto que cuando de personas hablamos, pasamos del terreno de los objetos o las posesiones, al de la dignidad humana, y esa depende, no de lo que tenemos, sino de lo hacemos y nos permitimos. En todo caso, si una relación de pareja no funciona como se supone que debe hacerlo un cariño maduro, –es decir con total confianza, transparencia y respeto–, mejor será que cada cual se retire para evaluar lo que realmente busca, quiere y está o no dispuesto a dar para construir una relación que realmente valga la pena.
Y lo digo así, porque tampoco es que se tenga que estar con alguien más sólo por el hecho de estar, como si fuera que quedarse solo fuese el peor de los desastres personales posibles. Como si creyera que se está faltando a algún imperativo social sólo por darse el respiro de preguntarse qué es lo que genuinamente se quiere. Porque si está entre seguir acompañados, pero con una existencia que ambos deje mal, y la de quedarse sólo, pero al menos en paz con uno mismo. La respuesta debería de ser más que obvia, y si por ahí no lo es; o no se tiene claro lo que se quiere, entonces es momento de reevaluar porqué es que estamos con quien claramente no podemos estar sin armar todo un desastre.
Todo esto ya lo sé –dicen muchos si se los confronta. Pero lo hago por mis hijos, para que no les falte nada; o por ejemplo: es que ya llevamos muchos años juntos, además te imaginas, qué van a decir los amigos de toda la vida si me separo, que no supe sobrellevar las cosas de mi propia vida. Y lo que digo: Con razón nuestros hijos son siempre tan incapaces de reconocer la diferencia entre el amor sincero y el apego, ni que decir para actuar en consecuencia. Confundimos la ausencia de cariño con su propia existencia. Quienes dicen quedarse en una relación al costo que sea por amor –con golpes, humillaciones, vejaciones, infidelidades y o bigamias (así sean consentidas)–, no lo hacen realmente por cariño, sino por ego y soberbia. Por cabrones –según dicen hoy en día.
Pero si uno mismo no es capaz de darse cuenta y admitir, –lo mismo por costumbre que por falta de experiencias propias que le permitan reconocer su propio valor–, cuando se es objeto de agresiones –que poco o nada tienen que ver con verdadero amor–, lo digan o no, nuestros hijos –y quienes realmente nos aman–, sí que se dan cuenta y lo sufren. ¿El resultado? Cualquiera termina aprendiendo a normalizar la degradación de su propia dignidad, como si de cariño auténtico se tratara. Cuando esto ocurre, garantizamos la continuidad de condiciones que nos habrán de mantener a todos, permanentemente cautivos de la más dura de todas los tipos de violencia, la emocional; esa que aunque no se vea, permanece inalterable durante generaciones.
¡Pero qué carajos vas a saber tú de matrimonio o siquiera de estar en pareja, si no has estado nunca casado!; es que son cosas de mujeres, por eso nunca entenderás; son cosas de hombres ya te tocará; el día que te cases entenderás y no juzgaras todo de forma tan severa: poco importa quién lo diga, ambos bandos utilizan los mismos argumentos según sea el caso. Pero pongamos las cosas en claro, aún sin experiencias, una mala relación se vive cuando menos dos veces; la primera observando a nuestros padres mientras crecemos; la segunda, en el momento mismo de nuestra primera experiencia, la cual (salvo casos excepcionales), es casi seguro que habrá de terminar exactamente como aprendimos, con el degrado y el apego sustituyendo al amor. Y no podría ser para menos de otro modo, porque nada hay más poderoso en términos de aprendizaje, que el ejemplo de nuestros mayores.
Lo he dicho en varias oportunidades y sin embargo sigue siendo tan necesario decirlo claramente: Si duele, dudas, y te denigra, no es amor. Porque si el costo de un cariño va ser tu dignidad, en realidad es un apego, y cuanto más dure, peor será. En cualquier caso, una cosa es segura: no se aprende a tener un concepto tan alto del amor, la dignidad propia y nuestras relaciones, para terminar descubriendo que hacemos de todos estos temas una mierda. Luego entonces, si todo esto realmente importa, estamos obligados a devolverle su significado en el más amplio sentido de la justicia amorosa: Amar es dignificar.