Dicen que las cosas –tierra, posesiones u objetos– son de quienes les trabajan y que por eso hombre o mujer que ya tienen pareja, si no están satisfechos con la que tienen, deben aprovechar –y es de hecho su legítimo derecho buscar–, la ocasión de meterse con cualquier otro porque todos tenemos derecho a ser felices, (como si serlo dependiera única y exclusivamente de cuánto placer físico somos o no capaces de sentir y o producir); la mujer es de quien la trabaja– dicen algunos hombres y no pocas mujeres para justificar sus infidelidades.
Si la mustia con la que esta no lo aprovecha, este va ser mío –dicen algunas mujeres; y a uno nomás le toca dejarse querer, porque a quién le dan pan que llore –complementan aquellos que ceden a la idiotez de una lógica cortoplacísta y acomodaticia, donde lo que prevalece es el egoísmo y el capricho. Quienes así piensan, olvidan que cualquier relación seria exige cuando menos compromiso, reciprocidad y genuina disposición para coincidir y sumar voluntades, pero también y fundamentalmente potencialidades.
Porque el estar en pareja se trata en lo esencial de terminar sumando capacidades y hacer equipo. Y lo hacen, porque reconocen que decidirse a estar juntos, no es, –como algunos sugieren–, un mero contrato de mutua posesión, y no porque antepongan todo, olvidándose de su propia dignidad personal, sino porque quien realmente se precie de respetarse a sí mismo, sabe que las faltas de su pareja no justifican en absoluto los errores propios. Consentir en algo así, significa actuar bajo el dominio de la venganza o el ajuste de cuentas, como si de Ley del Talión se tratara. Lo cual en esencia, no es otra cosa que vivir atados a una reacción, como si de esclavos se tratara.
Por otro lado, si bien puede ser cierto que lo que se tiene, es de quien lo trabaja, –por eso alguna vez alguien en un contexto totalmente distinto al que en este texto manejo, sugeriría que, ‘la tierra es de quien la trabaja’–, pasa que cuando de personas hablamos, pasamos del terreno de los objetos, al de la dignidad humana, y esa –se crea lo que se crea–, depende, no de lo que tenemos, sino de lo que hacemos y nos permitimos.
En todo caso, si una relación de pareja no funciona como se supone que debe hacerlo un cariño maduro, es decir con total confianza, transparencia y respeto, mejor será que cada cual se retire para evaluar lo que realmente busca, quiere y está o no dispuesto a dar para construir una relación que realmente valga la pena.
Todo esto ya lo sé –dicen muchos si se los confronta al respecto. Pero lo hago por mis hijos, para que no les falte nada; es que ya llevamos muchos años juntos, además te imaginas qué van a decir los amigos de toda la vida si me separo, que no supe sobrellevar las cosas de mi propia vida. Y lo que digo: Con razón nuestros hijos son siempre tan incapaces de reconocer la diferencia entre el amor sincero y el apego y actuar en consecuencia.
Confundimos la ausencia de cariño con su propia existencia. Porque quienes dicen quedarse en una relación al costo que sea «por amor» –con golpes, humillaciones, vejaciones, infidelidades y o bigamias (sean o no consentidas)–, no lo hacen realmente por cariño, sino por apego, ego y soberbia. Por cabrones –según se dice hoy en día.
Pero si uno mismo no es capaz de darse cuenta y admitir, –lo mismo por costumbre que por falta de propias experiencia que le permitan reconocer su propio valor humano–, el mal que se nos hace cuando somos objeto de agresiones que poco o nada tienen que ver con verdadero amor, lo digan o no, nuestros hijos –y quienes realmente nos aman– sí que se dan cuenta y lo sufren. ¿El resultado? Cualquiera termina aprendiendo a normalizar la degradación de su propia dignidad humana, como si de cariño auténtico se tratara. Cuando esto ocurre garantizamos la permanencia de condiciones que nos mantienen a todos, permanentemente cautivos de la más dura de todas los tipos de violencia, la emocional, esa que aunque no se vea, permanece inalterable durante generaciones.
¡Por Dios! Pero qué carajos vas a saber tú de matrimonio si no has estado nunca casado; es que son cosas de mujeres, por eso nunca entenderás; son cosas de hombres ya te tocará; el día que te cases entenderás y no juzgaras todo de forma tan severa: poco importa en realidad quién lo diga, ambos bandos utilizan los mismos argumentos según sea el caso.
Pero yo digo una cosa: no se aprende a tener un concepto tan alto del amor, la dignidad propia y nuestras relaciones afectivas, para terminar descubriendo que en términos prácticos, hacemos de todos estos temas una mierda. Porque si estas cosas realmente importan, –como se dice popularmente que lo hacen–, estamos obligados a devolverles todo su significado en el más amplio sentido de la justicia amorosa.
Ya de últimas diré, sólo por no dejar, que detesto aquellos esquemas emocionales que algunos mezquinos que se dicen “open mind”, tramposamente llaman triángulos amorosos, porque de amorosos no tienen absolutamente nada. O se ama de una sola pieza, o es que realmente no se ama. No me trago aquellos urdimbres de que si se puede detestar a varias personas a la vez, también se puede amar a varias personas al mismo tiempo. Si se ha de decir las cosas como en realidad son, un amor de pareja, limpio y sincero, implica, –por decir lo menos–, confianza, honestidad, reciprocidad, respeto y lealtad, única y exclusivamente para con la propia pareja. Cualquier otro añadido, por más amigable connotación que se le quiera dar a la cuestión, podrá ser todo lo entretenido que los llamados liberales les parezca, pero definitivamente jamás podrá ser tomado por cariño sincero.
Desde luego, no habrá de desconocerse que todo tipo de arreglos son posibles. Pero ojo, cualquieras que sean tales arreglos, lo que hay que tenerse en cuenta, es que lo fundamental con los acuerdos en una pareja, es que estos deben cumplirse, y si no ha de ser así, –ya porque se tiene escalas de valores diferenciadas, o expectativas de vida no compatibles entre sí–, mejor es que se hable claro, y ninguno pierda más el tiempo. Pero todo está en cualquier caso, en tener la franqueza de no venderse simulacros y hablar las cosas de frente.