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viernes, noviembre 22, 2024

LA POLÍTICA… LO QUE ES, LO QUE NO ES Y LO QUE PARECE

El común de la sociedad tiende a pasar por alto que la política dura, la que verdaderamente se hace en lo cotidiano, desprovista de cortesías y principios, obedece a sus propias razones. Después de llegar al poder, la razón utilitaria más significativa de la política, es la de mantenerse vigente entre los circuitos de poder; objetivo en cuya obtención no existen reparos: se lo consigue al costo que sea; el fin justifica los medios –diría Nicolás Maquiavelo. ¿Cuál es –de haberlo– el límite? No hay en realidad límite alguno, no al menos en términos del control al que se aspira, el poder es el poder y punto. Sin tener en claro semejante principio, no se tendrá nunca la claridad necesaria respecto a los alcances y/o posibilidades para comprender los ires y venires de la vida pública.

Consideración que no debe sorprender a nadie, después de todo, más allá de cualquier aluvión discursivo, la política es una arena de dos estadios: acceso y ejercicio del poder. Lo uno no se consigue ni se entiende sin lo otro. Para ejercer el poder, es preciso acceder a el. Pero además habría que agregar que la política es sí o sí, una actividad gregaria, de masa. Quien se moviliza, pesa por la cantidad de recursos que mueve –sean estos materiales y/o humanos–, por las canicas que de veras trae –se diría en la calle. La cuestión es que se necesita de condiciones excepcionales para romper semejante lógica, y aun cuando se le rompe, difícilmente resulta un equilibrio que se mantiene indefinidamente y menos por sí solo. Lo cual tampoco debe sorprender a nadie, la política como cualquier otra realización social, es una actividad de movilización de capital, de recursos.

Si ello se suma la más elemental de las consignas del propio ejercicio político, –que no parece siempre tan evidente, aunque debiera serlo–, hay que decir que la política es una actividad que se mueve y se debe en última instancia a los terrenos de lo anímico. De ahí su propensión a lo aparente, pero además a lo emotivo: la política es fundamentalmente una actividad de movilización anímica. Se debe en última instancia a la capacidad de influir sobre las percepciones. Y es justo por ello mismo, que la mayor de las victorias se consigue en el convencimiento gran público elector, por mucho que la propia importancia de su papel resulte ilusoria, no porque carezca de importancia, sino porque la observancia de su comprensión no se encuentra –salvo casos excepcionales–, en sí misma. Lo que de paso confirma el juego capital que en ello juegan los operadores políticos, que son quienes verdaderamente corren con el peso de mantener la capacidad de convocatoria.

Tampoco en ello hay realmente nada nuevo bajo el sol. Los liderazgos políticos más importantes se hacen esencia de la capacidad para conectar con la masa. Cuanto más efectiva es la capacidad de convencer al gran público elector y no elector, –porque la política, aunque se debe a ella, trastoca la arena de lo electoral–, más importante es el liderazgo político. Pero que no se llame nadie a engaño con semejante aserto, porque el convencimiento al que aspira un liderazgo político, opera –como no podía ser de otro modo–, simultáneamente en el acceso, como en el ejercicio del poder mismo. La capacidad de convocatoria y movilización gregaria es realmente el bautizo de fuego de cualquier político, pero es también la evidencia misma de su fuerza o debilidad. El que no trae canicas, no trae con que –se dice de común en la calle. Condicionalidad que no es, pese a su importancia, tan fácil de advertir una vez que se ha llegado al poder.

Y no lo es, porque en el reino de lo aparente que la política es y se desarrolla, si algo hay que prevalece, –lo mismo por compulsión o patología, que por sobrevivencia de quienes en ella concurren–, es la adulación, el endulzar de oídos de los subalternos o aspirantes a subalternos; el canto de las sirenas –lo llaman propios y extraños en el argot de lo público. Porque así como hay quienes aspiran al privilegio de mandar, los hay quienes aspiran, –a veces sin ningún disimulo–, al privilegio de adular, –si es que tal condición se puede considerar de privilegio–, todo sea con el interés de disfrutar de las mieles del poder.

Inercia que es, tanto o más fuerte en términos de lo económico, que de lo político, en aquellas sociedades, en las que el Estado, además de depositario del poder y la autoridad pública, resulta la fuente más importante de riqueza patrimonial, como es que ocurre en América Latina y México. De ahí que comúnmente se diga entre la casta política, que si la ideología los separa, el presupuesto –y los negocios que al amparo del poder se hacen–, les une. Y vaya que les uno, porque no puede haber mayor mal para un político, que el de vivir o pretender sobrevivir apartado del presupuesto público. Condición que no distingue de niveles o cotos de poder.

Para el caso, la política es y se hace por la capacidad para movilizar, –al costo que sea–, ánimos y voluntades, pero también percepciones. Y no es para menos que sea de ese modo, cuando lo que se juega, además de la obvia titularidad de la autoridad pública, es el acceso a la mayor de las fuentes de riqueza patrimonial posible. El fin justifica los medios, porque en tal escenario la política termina siendo un juego de suma cero, en el que quien gana se lo lleva todo, al tiempo que quien pierde, lo pierde –sin reparo alguno–, todo. Sin el esfuerzo por clarificar semejantes condiciones, es imposible entender por qué es que las cosas son como son. El resto lo hace la lógica misma, porque claro, a nadie le gusta perder.

Luego entonces, no debe ser tan difícil comprender cómo y/o por qué es que el actual escenario político local de San Luis Potosí capital se configura como lo hace. Con un edil que presa de sus ensoñaciones por mantenerse vigente y repetir en el cargo, en un escenario en el que cada vez tiene menos canicas, –ante la debilidad de cuadros partidistas tradicionales que no terminan de adaptarse a jugar en una arena donde sus intereses más importantes, se encuentran atravesados por el peso de un gobierno federal cuyo poder y presencia no tiene parangón–, parece estarse encaminando, –muy a su pesar–, a replicar el camino que se ha visto a trazar a la mayoría de sus antecesores en los últimos veinte años; es decir, la incapacidad de refrendar su posición como titular del cabildo.

Al tiempo que ante la fuerza de un gobierno estatal, cuyo dominio se encuentra en el cenit de su maduración y ejercicio, la mayoría de sus cortesanos le hacen pensar al edil, que sus opciones reales de repetir son más amplias de lo que su realidad demuestra. Pero cuidado, que la misma lógica puede verse aplicada para el gobernador; el tema es que la cercanía de la sucesión presidencial no garantiza per se, que la tersa relación con gobierno federal vaya mantenerse de modo indefinido en los términos que ha sido hasta este punto. Detalle que obliga a la totalidad de los actores políticos a actuar con cautela.

En cualquier caso, es un hecho que el mayor de los peligros para ambos jugadores, como de hecho ocurre con cualquier otro actor político en pos de mantenerse vigente, es vivir y/o permanecer engañados al amparo de sus cortesanos, comprándose para sí mismos realidades a la medida, hechas por encargo. Algo a lo que ambos personajes, ya han dado muestras en pasadas ocasiones, que son muy afines como asidos. Algo que resulta sumamente desaconsejable cuando de lo que se trata es de refrendar posiciones, o incluso de crecerlas. Luego entonces, ninguno está para echar campanas al vuelo, por lo que no harían mal en poner sus barbas a remojar.

Quien piense que no existe un claro interés del centro por aposentarse en la localidad como el auténtico amo del juego que ya es en lo federal, para terminar de romper las inercias localistas que hasta este punto no ha conseguido trastocar del todo, puede terminar subestimando los alcances y/o limitaciones de sus propios intereses. La más importante de las posibilidades en términos de estrategia política, habrá de sobrevenir en la medida que quienes hoy toman las decisiones tanto del cabildo como del gobierno estatal, sepan distinguir la paja del trigo entre sus numerosos aduladores, para no verse repetir los mismos errores que periodo tras periodo han cometido sus antecesores.

Algo en lo que Gallardo parece mucho mejor aventajado y/o preparado que el propio alcalde de la capital potosina. La pregunta obligada en ese sentido, es: ¿Lo entenderá claramente el señor Galindo, o cuando menos aquellos que por su posición están obligados a hablarle del modo más frontal posible? La política podrá ser el reino de lo aparente, pero quienes en ella juegan están exigidos, sí o sí, en no dejarse envolver en los escabrosos pasadizos de las ilusiones que su efímero encargo público conjuga. No sea que una vez pasadas las elecciones, los últimos en enterarse de cómo es que en realidad son las cosas en su propia trinchera, sean quienes mejor informados deberían estar.

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