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sábado, noviembre 23, 2024

DEBATE PÚBLICO Y POLARIZACIÓN. UNA INERCIA QUE SE DEBE SUPERAR

La semana pasada utilicé este mismo espacio de expresión, para pronunciarme respecto a cómo el debate público por la militarización del país, se ha desarrollado y mantenido por diversos motivos, en una malsana polarización, en medio de la cual virtualmente ha desaparecido cualquier posibilidad de medianía.

La cosa es que o  se está a favor de la militarización, o se está en contra; y lo mismo ha ocurrido de hecho en prácticamente cualquier tema de la pública del país en lo que va del actual gobierno, sencillamente o se acepta acríticamente el oficialismo, o se le ataca sin ninguna posibilidad de establecer puntos medios. 

En ese sentido, dos han sido las notas distintivas de la vida pública nacional en los últimos años; primero, la impronta de una política que va de escándalo en escándalo, tanto por el contenido de lo que sucede, como la naturaleza de lo que sus actores más importantes suele declarar; y segundo, el afianzamiento de una discusión pública de una calidad francamente penosa, continuamente polarizada y/o sesgada, en la que, o se exalta acríticamente las bondades de la agenda gubernamental, o se le denuncia como encarnación del peor de los males.

Al tiempo que cualquier tema sirve para convertir su discusión, no en una arena de deliberación, sino en una auténtica batalla campal, en la que –bajo el pretexto de que cualquier cosa vale para exhibir a los contrarios–, se mina día y noche cualquier posibilidad de discusión seria y objetiva, cerrando cualquier opción de generar los acuerdos necesarios para la resolver los problemas más serios del país. 

El resultado en tales condiciones, es una discusión de lo público, carente de todo sentido crítico, porque o se está a favor, o se está en contra; con un solo propósito aparente: la sistemática descalificación de los contrarios, sin menoscabo de la cuestión que se discute.

Una dinámica a merced de la cual, se suele recalar en el morbo y/o el escarnio, por no decir en un grosero amarillismo, donde lo más trivial se vuelve fundamental, al tiempo que lo significativo termina sujeto al voluntarismo, cuando no al oportunismo de los más vivos, independientemente del lado del espectro político en el que se ubiquen. 

Tal polarización obedece, tanto a inercias del pasado reciente, como a estrategias deliberadas de ambos bandos. Los cuales en su búsqueda por el poder, son capaces de cualquier cosa, por la sencilla razón de que el beneficio de acceder al control del Estado, es extremadamente ventajoso y/o lucrativo. Y así lo va seguir siendo, independientemente de llegue quien llegue, mientras el Estado mismo, permanezca como la mayor fuente de riqueza patrimonial del país. 

Para el caso, la polarización lejos de ser coyuntural, es producto del contraste entre dos visiones diametralmente distintas, cuya hegemonía se encuentra desde hace décadas en disputa; una centrada en la continuidad de una estrategia de desarrollo nacional orientada por la inserción global a los grandes centros del poder económico mundial, que si bien ha hecho posible una acelerada modernización política y económica del país, en apenas cuatro décadas, ha dejado tras de sí, efectos sociales muy crudos, por la brutal concentración de la riqueza que tal inserción ha generado; en tanto que la otra, concentra una amalgama, –no carente de contradicciones–, entre el nacionalismo revolucionario –en su mayoría de extracción cardenista–, que el viejo régimen abandonó con el afianzamiento del neoliberalismo, y lo que queda de la izquierda estudiantil de los años 70’s. 

Habría que decir en ese sentido, que lo nuevo no es la disputa de ambos polos como tal, sino el hecho de que esta es la primera vez en mucho tiempo, que la hegemonía del equilibrio del poder que tradicionalmente operó en el último medio siglo, se ha visto verdaderamente amenazada.

Una disputa desde luego, no carente de contradicciones para quienes cuestionan dicha hegemonía, ya que al tiempo que ponen en entredicho la continuidad del proyecto neoliberal, se han visto de continuo cuestionados, por su propia participación en el afianzamiento de un orden, que si bien se han cansado de denunciar en los últimos veinte años, es necesario decir que contribuyeron con idéntica responsabilidad a establecerlo, dado que las condiciones que hicieron posible su instauración, fueron en su mayor parte resultado de los excesos gubernamentales que ellos mismos cometieron. 

Queda lejos de toda duda que ambos bandos del espectro ideológico, tienen sus razones para defender lo que piensan y/o proponen. Pero es poco claro que algo razonable y operativamente útil vaya a salir de dicha disputa, como se siga insistiendo en un debate público tan pobre en ideas y extremadamente polarizado.

La cosa es que mientras no exista una genuina disposición de diálogo, difícilmente saldremos de las coordenadas en las que nos hemos mantenido en el último lustro. Lo cual tiene implicaciones, tanto para el tipo de referentes sobre los que se rige el contenido de nuestra vida pública en términos de lo discursivo, como para lo que toca a la efectividad de las respuestas que se ensayen a partir de tales referentes. No creo personalmente necesario que permanezcamos como hasta ahora,  en la cerrazón de no sabernos escuchar, sin terminar por ello, pagando un costo significativamente alto en términos de nuestra calidad de vida. 

Porque el que las cosas se sigan deteriorando como hasta ahora lo han hecho, –lo mismo por razones endógenas, como por motivos exógenos–, no conviene absolutamente a nadie, independientemente de la parte del espectro ideológico con el que se identifica. En ese sentido, no está  de más decir, que el que nos vaya mal, bien o regular, podría y de hecho terminará por ejerciendo, nos guste o no, un efecto electoral en el futuro inmediato, que difícilmente dejará indiferente a ambos bandos.

Porque se trata de un efecto que ya ha probado antes, no ser tan estable o predecible como algunos quisieran que lo fuera.Lo que hace necesario considerar y/o preguntarnos si, ¿será posible establecer nuevos referentes en las actuales condiciones?

Y más aún, ¿qué condiciones exigirían esos nuevos referentes? Quizá todavía sea pronto para resolverlo, sin embargo, queda la esperanza de que mientras la cuestión pueda seguirse manejando en los márgenes que la vida institucional del país ha conocido hasta ahora, siempre existirá la posibilidad de mantener el diálogo y con ello la opción de respuestas compartidas.

Esperemos que ambos bandos lo comprendan, porque como no lo hagan, si sus diferencias siguiesen escalando, podrían terminar incubando las condiciones para una ruptura de consecuencias trágicas. Lo que no sería nada raro, porque está de común demostrado, que las sociedades suelen cambiar mucho más rápido que la capacidad de las propias élites para implementar los cambios necesarios en el entramado gubernamental. Haríamos bien en voltear a mirar nuestra propia historia, con el ánimo de no repetirla.

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